espera. QuerÃa ser yo el que decidiera y produjera aquella muerte. QuerÃa estar completamente unido a mi tarea. Pero nada. Tuve que esperar hasta que me llenó el pulmón de sangre. Luego me vino el pataleo, esos espasmos musculares sobre los cuales uno no tiene ningún control. Estaba yo allà otra vez, marginal al asunto. Claro que sin mà todo aquello no hubiera sido. Era yo la materia prima, la mano de obra y el explotador. Enajenado de la obra y a la vez, la obra misma. No tuve que esperar mucho. Me compró luego el gran Consumidor.
III
HabÃa trapeado pisos en el hotel, cepillado madera en el taller de muebles, lavado ollas y platos en la cocina del hospital y ahora estaba en la carnicerÃa, cortando y empacando carne. TenÃa que jugarse muy águila.
â¡Cuidao con el gancho! Ten cuidao, muchacho, que en vez del pernil te quedas tú encajao allÃâ.
Aquel dÃa estaba pasando los costillares de borrego cuando vio cómo Juan caÃa contra el serrucho eléctrico.
Tuvieron que llamar una ambulancia.
No aguantaba más. ¿Pero qué se habÃan creÃdo los jefes? ¿Qué eran? ¿Máquinas programadas para lavar, trapear, cepillar, piscar y cortar carne? No habÃa derecho.
Se fue a la oficina del mayordomo. El mayordomo llamó al gerente. Entonces se desahogó.
El administrador caminó hacia él. Se acercó y con la mano derecha pare-ció acariciarle el pelo. Con el Ãndice encontró el interruptor, cortó la conexión eléctrica, destapó el cráneo, sacó una pieza pequeñÃsima e introdujo otra que traÃa en el bolsillo.
IV
Era una gran pecera rectangular con cinquenta pececillos de distintos tamaños y colores. Los dorados eran los que más abundaban. Entre ellos habÃa uno que nadaba agitadamente de un extremo al otro perseguido por seis o siete pececillos. ¿Le hacÃan el amor o le daban guerra? Cogió una ramita suavemente y meneó el agua ante los agresores que retrocedieron. Entonces pudo observar cómo el pececillo dorado respiraba exhausto entre el alga marina. De nuevo se reanudó el ataque y el pececillo se deslizó por el agua una vez más tratando de escapar. La pecera ya no parecÃa tan grande puesto que limitaba la vÃa de escape. Meneó el agua una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces más, hora tras hora, hasta que comenzó a cansarse. Al anochecer buscó la linterna y siguió meneando el agua.
Cuando despertó se encontró tirado al lado de la pecera. Ya era de dÃa y los pececillos se paseaban de un lado al otro. Buscó al suyo y lo encontró.
Estaba muerto al fondo de la pecera.
Se levantó enfurecido. Pensó volcar la pecera para que murieran todos pero no pudo hacerlo.
Se alejó de allà lentamente, siguiendo la orilla limÃtrofe de su propia pecera.
V
âA tu tÃo lo arrastraron por el pueblo, hasta que se le despedazó el cuerpo. Pos, ya debÃa muchas. Siempre se andaba aprovechando del prójimo. Le achacaban algunas muertes y decÃan que se habÃa hecho de propiedades con algunas jugadas sucias. Ya se la tenÃan sentenciada. Ese dÃa que bajó al pueblo, ya lo estaban esperando. Dicen que hasta habÃa una muchacha de por medio. No, sà tu tÃo era casado y tenÃa sus hijos pero ya ves como son los hombres. Allà lo lazaron y luego lo arrastraron por las calles empedradas hasta que lo destrozaron todo. Asà se lo dejaron a tu tÃa Eugenia, frente a su casa. No, si no les hicieron nada. Dicen que ya debÃa muchas por allá por Coahuilaâ.
VI
â¡Juan! ¡Juan!â
â¿Qué pasa, hombre?â Le dijo mientras descansaba recargado sobre el mostrador de la cantina.
âJuan, acaban de matar a tu hermano en la cantina de RodrÃguezâ.
â¿Qué dices, desgraciado? Dime pronto quién fueâ.
âLo mató el Serapioâ.
Salio corriendo del Roxy por la